INTRODUCCIÓN: DECONSTUIR UNA ENFERMEDAD
En el año 2009, al poco de acabar la residencia, mi mentora y directora de tesis doctoral, la profesora Isabel Illa, me comunicó cuál sería el tema de mi tesis. La especialidad de Neurología se escoge, en parte, por la mística de aproximarse a un mejor conocimiento del cerebro y, en parte, por el adanismo de creerse capaz de desentrañar alguno de sus misterios o, peor aún, de poner solución a alguno de sus problemas. El título final fue «Nuevas reactividades antigénicas en neuropatías inmunomediadas»1. Ni cerebro, ni cognición, ni solución: nervio, antígenos, diagnóstico. La tesis doctoral versaría principalmente sobre la polirradiculoneuropatía desmielinizante inflamatoria crónica (CIDP en sus siglas en inglés). Es decir, tampoco glamur o fama. Lo bueno: es una enfermedad tratable, con pacientes con quienes poder charlar en igualdad de condiciones y con tiempo de laboratorio, una forma de tomarse un respiro para poder dar el máximo los días de clínica.
En el año 2009 la CIDP era una enfermedad de los nervios periféricos. Era inflamatoria porque en las biopsias de nervio se observan (no siempre) macrófagos y otras células inflamatorias y porque respondía a terapias inmunomoduladoras o inmunosupresoras. Era desmielinizante, no tanto porque la lesión anatomopatológica fundamental fuera la desmielinización segmentaria (ya casi no se hacían biopsias de nervio; ahora aún se hacen menos), sino porque la neurografía mostraba patrones electrofisiológicos típicamente asociados a desmielinización adquirida (latencias distales alargadas, velocidades de conducción lentas, dispersión temporal de los potenciales y bloqueos de la conducción motora, afectación de los segmentos proximales de los nervios, etc.) que servían de piedra angular de los criterios diagnósticos2. Era crónica en su curso y desarrollo, pero aún hoy se describen CIDP de inicio agudo (acute-onset CIDP) en franca contradicción con las siglas que definen la enfermedad3. Pero, además, la CIDP era idiopática porque no se habían descrito (o no con solidez) factores de riesgo, genes asociados o biomarcadores específicos4, aunque se sospechaba que se trataba de una enfermedad mediada por anticuerpos, porque respondía a las inmunoglobulinas (Ig) endovenosas y a la plasmaféresis5, y porque otros investigadores habían demostrado que podía transferirse la enfermedad mediante la inyección de IgG de pacientes a los animales de experimentación6. En cualquier caso, mucho por hacer desde el punto de vista de alguien que va a hacer laboratorio y solo una pequeña pega: es una enfermedad rara. Por suerte, aun siendo rara, estaba en el lugar adecuado para abordarla.
Por otro lado, era un momento interesante en la neuroinmunología. En lo que a cambios de paradigma se refiere, probablemente el mejor momento de la neuroinmunología desde la descripción de los primeros tratamientos en la esclerosis múltiple. Acababa de publicarse que los anticuerpos anti-NMDAR (receptores N-metil-d-aspartato) eran los responsables de un síndrome que hasta entonces había pasado desapercibido7, y esos anticuerpos habían sido descritos con una aproximación experimental que era perfectamente extrapolable a cualquier otra enfermedad autoinmune y teníamos la suerte de contar a su descubridor, Josep Dalmau, entre los colaboradores (y amigos) de mi directora de tesis. Así que la tarea encomendada en la tesis, por analogía con las encefalitis autoinmunes, fue descubrir el antígeno de la CIDP. En una enfermedad desmielinizante el antígeno debería estar en la mielina8.
Después de tres años, algún viaje para aprender técnicas y muchísimos intentos fallidos buscando en la mielina y sus antígenos, mi directora, que contaba, entre otras cualidades, con una impresionante intuición, me sugirió, inspirada en los experimentos de Dalmau, que continuara la búsqueda de los autoanticuerpos con neuronas de hipocampo9. Neuronas. De hipocampo. En una enfermedad desmielinizante. Del nervio periférico. Y algunas (pocas) neuronas comenzaron a brillar en las inmunocitoquímicas realizadas con suero de pacientes. Aquella intuición llevó al descubrimiento del primer anticuerpo con utilidad clínica en la CIDP (anti-contactina 1) y a que yo pudiera acabar satisfactoriamente la tesis doctoral. Solo había dos pequeños problemas. El momento eureka solo sirvió para explicar tres pacientes de una cohorte de unos 50. Y aquellos pacientes tenían una CIDP que, en realidad, no parecía una CIDP: eran cuadros agresivos, no respondían a Ig, tenían daño axonal precoz9… Ahora sabemos que, más bien, el 2% de todos los pacientes que cumplen criterios diagnósticos de CIDP son positivos para anti-contactina 1. No teníamos ninguna duda de que aquel anticuerpo dirigido contra una proteína del paranodo de Ranvier era patogénico: cuando los anticuerpos salían positivos lo eran consistentemente por varias técnicas y, lo mejor de todo, empezaron a aparecer compañeros que eran capaces de reconocer pacientes que podían tener aquellos anticuerpos con base en las peculiaridades fenotípicas (y acertaban en su predicción). Un anticuerpo que reconoce un antígeno del paranodo de Ranvier, localizado en el axón, ubicuo en los axones mielinizados, tanto del sistema nervioso periférico como del central, y que causa una neuropatía desmielinizante en apenas el 5% de pacientes que cumplen criterios de CIDP. Pero ¿y el resto de pacientes?
Al mismo tiempo que se aceptaba nuestro trabajo, un grupo alemán publicó que unos pocos pacientes con CIDP o síndrome de Guillain-Barré (SGB) tenían anticuerpos antineurofascina (el ligando de contactina-1 en la célula de Schwann)10. Ellos no consiguieron ver ninguna correlación clínica de aquellos anticuerpos y, quizá porque aún no sabían que la contactina-1 era un antígeno en la CIDP (su trabajo apareció en prensa antes que el nuestro), y porque lo habían detectado en dos enfermedades que, hasta ese momento, se consideraban completamente diferentes (CIDP y SGB), no le dieron valor diagnóstico. Vimos claro que les había pasado lo mismo que a nosotros y nos pusimos a buscar inmediatamente ese anticuerpo en nuestros pacientes. Encontramos cuatro pacientes más con anticuerpos anti-NF155 (una isoforma de neurofascina)11. De nuevo, el 5% de la cohorte. Lo más importante era que entre ellos estaba un paciente que cada vez que entraba por la puerta, antes de encontrar los anticuerpos, Isabel y yo pensábamos que no podía tener lo mismo que las demás CIDP. Tenía un temblor de acción muy llamativo. Y en vez de tener debilidad proximal y distal, la tenía predominantemente distal. Resultó ser que ese temblor, junto a otros elementos fenotípicos, se convirtió en una característica definitoria de los pacientes con anti-NF15512. Ya teníamos «resuelto» más o menos el 8% de los pacientes con CIDP.
En todas las reuniones y congresos se formulaba la misma pregunta: ¿Cuál es «el» antígeno de la CIDP típica? Es decir, ¿cuál es el anticuerpo que explica la mayor parte de casos, de la manera que los anticuerpos anti-receptor de acetilcolina explican la mayor parte de las miastenias? En el campo sobrevolaba la idea de que habíamos descrito en la CIDP los anticuerpos homólogos a los anti-Musk o anti-LRP4 de la miastenia, pero faltaba el antígeno importante.
En esa línea, un editorial de título esclarecedor acompañó al artículo del grupo alemán que explicaba los pocos casos de CIDP y SGB que se asociaban a anticuerpos antineurofascina: Anti-neurofascin antibodies in inflammatory neuropathy: how many needles make a haystack? 13.
AGUJAS Y PAJARES. SOBRE ENFERMEDADES Y SÍNDROMES
Aquel editorial fue revelador. Si los que habíamos detectado los anticuerpos no teníamos ninguna duda de que eran relevantes y el problema era que se trataba de agujas en un pajar, el problema lo tenía el pajar, el mismo concepto de CIDP.
En los años siguientes aparecieron nuevas agujas en el pajar: los anticuerpos anti-CASPR1 (proteína 1 asociada a la contactina)14,15, los anticuerpos anti-pan-neurofascina16 y, más recientemente, los anticuerpos anti-LGI417. Todos ellos son positivos en no más del 2% de los pacientes que cumplen criterios diagnósticos de CIDP. En total no suman más del 10-15% de todo el espectro de la CIDP, pero suponen una población claramente diferenciada en las características clínicas, anatomopatológicas, genéticas y de respuesta al tratamiento. Pero, además, algunos de esos pacientes tienen variantes muy agresivas, incluyendo necesidad de ventilación mecánica, lo que hace que caigan dentro del espectro del SGB18,19.
Tras un periodo de deliberación en el campo, se consiguieron dos nuevos consensos:
- Los anticuerpos nodo-paranodales (así se han llamado desde su descripción por la localización de los antígenos alrededor del nodo de Ranvier) reconocen un grupo de enfermedades que están a caballo entre la CIDP y el SGB y que tienen peculiaridades lo suficientemente claras como para ser consideradas algo diferente. El nombre que las nuevas guías diagnóstico-terapéuticas dan a esa nueva categoría es el de «nodopatías autoinmunes»3.
- La CIDP, el pajar, la etiqueta taxonómica con la que reconocemos un grupo de pacientes con neuropatías crónicas de patogenia disinmune, no describe una enfermedad sino un síndrome20. Este matiz no es imprescindible para reconocerla y tratarla, pero sí para afrontar su investigación, incluida la investigación en nuevas terapias, y para interpretar los resultados de los estudios experimentales. La CIDP es una categoría creada con base en un consenso entre expertos (los criterios diagnósticos) que se basa en características fenotípicas, no biológicas.
Ser consciente de lo anterior es fundamental cuando un investigador interroga a la naturaleza con preguntas como: ¿cuáles son los factores de riesgo de la CIDP?, ¿qué antígeno leucocitario humano se asocia a la CIDP?, ¿cuál es el antígeno de la CIDP? La naturaleza devuelve el ruido generado por la propia definición de la categoría de partida. La naturaleza devuelve paja. Y, entonces, la investigación tiene que virar hacia un modelo que parta de la excepción, de la anomalía, del caso discrepante, de la aguja, para así ir entendiendo las partes de un «cajón de sastre» que tiene coherencia médica, que tiene utilidad práctica, pero que no tiene homogeneidad biológica.
Este problema es universal en la Medicina, pero, ante la ausencia de biomarcadores, en ningún lugar más obvio que en la Psiquiatría. Un artículo de revisión del British Medical Journal declaró que la esquizofrenia no existe sino como «descripción de síntomas de poca ayuda»21, a lo que otro artículo replicó que «decir que la esquizofrenia no existe tiene el mismo valor que decir que la migraña no existe» y que ambos, migraña y esquizofrenia, son conceptos útiles22. La migraña y la esquizofrenia son conceptos clínicos, no mecanicistas o biológicos. Es cierto que los mismos mecanismos biológicos llevan a mismas (o similares) manifestaciones clínicas. Pero mismas manifestaciones clínicas no necesariamente aparecen como consecuencia de procesos biológicos similares.
Los criterios diagnósticos son importantes para organizar el reconocimiento de las enfermedades. A la vez, cuando en una enfermedad aparece un biomarcador diagnóstico inequívocamente asociado a la enfermedad, dejan de ser necesarios los criterios o, de la misma forma que ha pasado en la CIDP, siguen vigentes para reconocer aquellos pacientes del síndrome que aún no tienen marcador diagnóstico conocido. El delicado equilibrio entre lumpers y splitters (y entre los que piensan que solo lo natural, y no lo conceptual, existe realmente) se va resolviendo en Medicina, sobre todo en la medicina hiperespecializada, a favor de los segundos: es la medicina de precisión.
LA UTOPÍA DEL DIAGNÓSTICO MOLECULAR UNIVERSAL
El concepto de medicina de precisión aparece, paradójicamente, por primera vez en PubMed en un artículo del American Journal of Chinese Medicine titulado Scientific advance in acupuncture23 donde el autor, de forma muy conveniente, ya propone que hay «enfermedades», como la hipertensión o las cefaleas, en las que subyacen múltiples causas y en las que sería necesaria la aparición de tecnologías diagnósticas que incorporaran no solo la exhaustividad, sino también la longitudinalidad (el artículo habla de «holografías»). Más allá de este anecdótico artículo, las cefaleas suponen un ejemplo paradigmático de enfermedades basadas en criterios24. Aunque empiezan a proponerse biomarcadores, especialmente para la monitorización, su diagnóstico se basa en criterios clínicos, siendo la fuente de información principal la anamnesis del paciente25. Las enfermedades psiquiátricas serían otro ejemplo típico en el que la ausencia de biomarcadores hace que los diagnósticos se basen exclusivamente en la semiología y se oficialicen en forma de «consensos», no exentos de agrias polémicas derivadas, como cualquier consenso, de su relativa arbitrariedad26. Y eso, a pesar de que la migraña o el trastorno bipolar tienen, por ejemplo, una presentación familiar que, con frecuencia, sugiere procesos autosómicos dominantes, y a que puedan mostrar un impacto en los pacientes superior al que muestran muchas enfermedades en las que los biomarcadores y la precisión diagnóstica molecular se dan por descontadas.
En el extremo opuesto, dentro de la Neurología, tenemos, por ejemplo, las encefalopatías autoinmunes27 o la enfermedad de Charcot-Marie-Tooth (CMT)28. En el primero de los casos se trata de una entidad que ha pasado de ser prácticamente desconocida a describirse dentro del síndrome más de 20 antígenos diferentes, asociados a entidades diferenciadas y con particularidades clínicas, terapéuticas y pronósticas diferenciales. En el segundo de los casos se ha pasado de un síndrome clásico, descrito con base en sus características clínicas y electrofisiológicas, a la descripción de más de 140 genes asociados a diversas variantes de la enfermedad gracias a la aparición de las tecnologías de secuenciación masiva, entre otros avances genéticos. Tanto encefalitis autoinmunes como CMT son síndromes raros y, sin embargo, pueden darse decenas de diagnósticos moleculares precisos y diferentes en cada uno de los dos. Esto mismo, obviamente, es válido para la CIDP o el SGB (los anticuerpos definen varias enfermedades diferenciadas en esos conceptos) y, por supuesto, así será en el resto de grandes síndromes neurológicos tarde o temprano. Encefalitis autoinmunes y CMT representan, además, los dos mecanismos nosológicos capaces de una mayor variabilidad interindividual, y proporcionan la prueba sólida de que el fallo de una molécula es suficiente para causar un síndrome complejo: la inmunología (cualquier molécula del cuerpo, particularmente de la superficie celular, es susceptible de ser atacada de una forma selectiva) y la genética (cualquier proteína o mecanismo regulador existentes son susceptibles a la aparición de mutaciones y, por tanto, de fallos selectivos). En cada tipo celular, tejido u órgano que falla, hay múltiples moléculas específicas de ese tejido (en exclusiva o compartidas con otros tejidos) y, por tanto, cada tejido tiene diversas formas moleculares de enfermar endógenamente, sea por un ataque inmunitario o sea por una mutación. Y dado que cualquier tratamiento que aspire a ser óptimo lo será en tanto en cuanto aborde la fisiopatología de la enfermedad lo más cerca posible de su mecanismo molecular principal, el diagnóstico molecular, la medicina de precisión diagnóstica, se convierte en una necesidad29.
El horizonte a largo plazo sería la caracterización molecular de cada síndrome, pero, seguramente, la primera acción es huir de las narrativas «de enfermedad compleja» en la que, en teoría, múltiples y pequeños factores que aparecen en conjunción llevan a la aparición de una enfermedad30. Hay que empezar a entender que, si bien eso pueda ser cierto para algunas enfermedades comunes en las que la interacción con el ambiente es clave, la gran mayoría de lo que ahora se consideran enfermedades no va a ser diferente a las encefalopatías autoinmunes o al CMT. Ahora ya está claro que, incluso en los rasgos fenotípicos o en las enfermedades de alta prevalencia o «comunes», las variantes raras tienen efectos mucho mayores y están más fuertemente asociadas a ese rasgo o enfermedad «común»31. Si el nervio periférico, una estructura relativamente sencilla tisularmente (y filogenéticamente muy antigua) tiene, de momento, 140 formas diferentes de disfuncionar, nos podemos empezar a imaginar cuántos cientos de formas diferentes tiene el neocórtex de hacerlo, aunque aún no las hayamos sabido encontrar.
LAS PIEDRAS EN EL CAMINO
En la consecución de una Medicina que trate de aproximarse al diagnóstico con precisión y objetividad moleculares existen varios obstáculos.
El primero lo conforman las propias narrativas de cada disciplina. Una buena forma de saber qué tipo de profesionales aspiran a la precisión diagnóstica sería revisar su perfil de petitorio de pruebas. Es llamativo que el umbral para pedir un estudio genético en alguien dedicado a las miopatías sea, prácticamente, que el paciente tenga una hiperCKemia y poco más, mientras que, en cambio, hay pacientes de 40 años, con un infarto completo del territorio de la arteria cerebral media izquierda, cuya etiología del ictus queda clasificada como «indeterminada» tras hacer un Holter, una ecocardiografía, un estudio vascular y un estudio de coagulación no demasiado exhaustivo. Eso sucede a pesar de que haya causas monogénicas causantes de ictus (u otros eventos trombóticos) y de que los pacientes tengan claros antecedentes familiares. En esa diferencia conductual del profesional experto influye el estado de la cuestión de cada disciplina, pero, sobre todo, la voluntad de solucionarlo, de alcanzar ese horizonte de precisión molecular. Es posible que estar ocupado tratando el bosque del ictus, un bosque muy denso y variado en especies, impida ver los árboles. Y es posible también que la causa molecularmente precisa de muchos ictus esté en un tejido distante y del que no se encarga habitualmente el neurólogo. Pero el primer paso es ser consciente de que la narrativa hegemónica respecto a las etiologías no contempla la realización de técnicas o herramientas que, en enfermedades mucho menos graves, es de uso común.
El segundo problema que solucionar es técnico, un problema probablemente transitorio. Los test, inmunológicos, genéticos o de cualquier otro tipo, no son 100% precisos y, en algunos casos, como las técnicas de secuenciación masiva o las técnicas de detección de autoanticuerpos específicos, requieren de un nivel de experiencia muy alto. Es decir, aún hoy, el diagnóstico de una enfermedad, incluso de aquellas con mecanismos moleculares perfectamente descritos, requiere que el biomarcador aparezca en el contexto clínico apropiado29. La descripción de anticuerpos asociados a encefalopatías autoinmunes en pacientes con esquizofrenia32 o de anticuerpos nodo-paranodales en pacientes con neuropatías diabéticas o genéticas33,34 ha llevado al tratamiento innecesario, en ocasiones agresivo, de pacientes que lo que necesitaban era una técnica de confirmación del autoanticuerpo o una aproximación clínico-inmunológica expertas, en lugar de asignar al biomarcador un valor indiscutible. Aunque con menos implicaciones terapéuticas, lo mismo sucede con las enfermedades genéticas, en las que la aparición de las variantes de significado incierto hace que, con mucha frecuencia, aparezca una incertidumbre diagnóstica incómoda de cara al paciente. Saber transmitir el valor, por el momento aún relativo, de los biomarcadores en cada contexto clínico, forma parte también de una aproximación diagnóstica molecularmente precisa.
El tercer problema deriva del coste y la accesibilidad, pero también este problema será transitorio. Probablemente, en un futuro, a medida que se generalicen los estudios genéticos «preventivos»35, los despistajes neonatales de índole genética36 o el acceso a programas de medicina de precisión poblacionales37, tendremos información molecular disponible desde el primer momento en que el paciente se presente en la consulta. Llegado el momento, utilizaremos la clínica y las pruebas complementarias «de amplio espectro» (la imagen, las analíticas, los biomarcadores de daño tisular, etc.) como pruebas a posteriori para detectar lo antes posible la aparición de una enfermedad que un test diagnóstico preciso o un modelo pronóstico han predicho que padeceremos con alta probabilidad38. Esto ya se atisba en varias de nuestras enfermedades, particularmente si tienen tratamiento o lo podrían llegar a tener: desde la esclerosis múltiple39,40 a la enfermedad de Alzheimer41, o en portadores de mutaciones como la polineuropatía amiloidótica familiar38.
Pero el problema más difícil de vencer será, seguramente, el asumir que aquello que hace especial nuestra especialidad, la semiología, a la que en tan justo sitio puso la resonancia magnética y en la que tanto empeño docente hemos puesto, sea una herramienta cada vez menos útil.
¿EL FIN DE LA CLÍNICA?
Un efecto colateral del descubrimiento de biomarcadores cada vez mejores, algo que, hasta hace poco, era impensable en Neurología, es la reaparición del debate sobre si la clínica es o no necesaria. El debate no es nuevo y cada innovación lleva al cuestionamiento del paradigma clásico basado en la anamnesis y la exploración, pero en el momento actual el cambio cualitativo en las pruebas complementarias y, sobre todo, la proximidad de los biomarcadores a la fisiopatología de las enfermedades (algo obvio en los estudios genéticos o los autoanticuerpos, pero también cada vez más claro en los biomarcadores de las enfermedades neurodegenerativas primarias), hacen que pueda ser factible prescindir de la clínica o, al menos, deja de ser necesaria la exhaustividad semiológica de otros tiempos. De la misma forma que sucedió a raíz del polémico debate en torno a la esquizofrenia, tendremos que declarar que los síndromes neurológicos no existen (pero son conceptos útiles).
Pero no solo los abordajes clínicos, sobre todo en el diagnóstico, pueden verse comprometidos. También algunas pruebas complementarias clásicas. Un ejemplo ilustrativo es la biopsia muscular en las miopatías (la piedra angular del diagnóstico de las enfermedades musculares, el biomarcador gold standard para algunas de ellas), que se utiliza cada vez menos en favor de la genética42. Ante casos clínicos con debilidad de cinturas y patrón de herencia, cada vez más profesionales, incluidos superespecialistas, solicitan un panel genético o un exoma. La biopsia era lo más cerca que se podía estar de la fisiopatología de una enfermedad muscular hasta que apareció la secuenciación masiva y, por ello, la segunda arrincona a la primera. Solo en el caso de que las mutaciones no sean claramente patogénicas, sino de significado incierto, o los estudios genéticos sean negativos, se realiza la biopsia que, cada vez más, se utiliza como herramienta confirmatoria42. De la misma forma que le sucede a la biopsia muscular, otras pruebas «de amplio espectro» como la clínica, la neurofisiología o las pruebas de imagen se emplearán para el fenotipado más minucioso cuando los biomarcadores específicos de enfermedad no sean indiscutibles. Hay mil ejemplos: los datos del electromiograma (EMG) empiezan a ser irrelevantes si aparece un anticuerpo anti-CASPR1; el electroencefalograma llegará a ser innecesario si alguien tiene una crisis epiléptica y una mutación patogénica en el canal de sodio; la resonancia magnética será prescindible en quien presente déficit de memoria y tenga marcadores de líquido cefalorraquídeo inequívocamente asociados a la enfermedad de Alzheimer; y llegará el día en que no todos los pacientes con ictus reciban la misma batería de pruebas «de amplio espectro» si aparece un biomarcador completamente específico de un determinado mecanismo embolígeno.
¿Y tampoco usaremos la clínica para la monitorización? Como ya se ha mencionado previamente, la detección de una enfermedad, particularmente neurológica, en la que la regeneración del tejido u órgano afectado es limitada, la aspiración, que en algunas enfermedades empieza a ser una realidad, es detectar la enfermedad antes de que aparezca el primer síntoma. El ejemplo paradigmático de éxito son los cribados neonatales, que ante el advenimiento de múltiples terapias génicas exitosas empiezan a expandirse a enfermedades tradicionalmente catastróficas, como la atrofia muscular espinal36. Si detectar el defecto molecular cuanto antes, con el objetivo de empezar terapias sin que haya síntoma alguno, es válido para algunas enfermedades genéticas43; si empieza a contemplarse diagnosticar y tratar la esclerosis múltiple cuando aún no ha habido brotes44; si los portadores de polineuropatía amiloidótica se siguen con EMG y ecocardiografías con la esperanza de poder empezar a tratarlos antes del primer síntoma45; o si se propone comenzar las terapias de las enfermedades neurodegenerativas en las fases más precoces que sea posible46, no hay motivo para pensar que la clínica deba ser imprescindible en otras enfermedades si llegara el día en que se materializara la utopía del diagnóstico molecular universal.
Pero la clínica, como el EMG, la neuroimagen o la biopsia muscular, seguirán siendo útiles. En unas enfermedades más que en otras, pero en todas cada vez menos.
HACIA UNA NUEVA TAXONOMÍA
Nos encontramos en una etapa de transición desordenada entre un paradigma médico donde, en prácticamente todas las enfermedades, la semiología activaba una serie de criterios clínicos y paraclínicos que, con una probabilidad siempre inferior al 100%, eran capaces de clasificar una enfermedad en una categoría diagnóstica útil para pronosticar y tratar a un paciente. Este paradigma estaba presente en mayor o menor medida en todas las disciplinas médicas, con la parcial salvedad de la especialidad que marca el camino a todas las demás en cuanto a precisión molecular: la Hematología (es difícil diferenciar una purpura trombocitopénica de una plaquetopenia leucémica solo con la semiología). Actualmente tenemos un desorden taxonómico generado por una situación en la que algunas enfermedades ya no requieren prácticamente de la semiología; otras cuentan con un diagnóstico molecular preciso, pero se enmarcan en síndromes más amplios en los que no todos los pacientes tienen un diagnóstico molecular, y otras no tienen biomarcadores de ninguna clase. Cabe tener claro que la principal función de la clínica será, únicamente, hacer de triaje clasificatorio para desencadenar las pruebas que verdaderamente confirmen la enfermedad; es decir, la semiología suficiente para plantear los siguientes pasos diagnósticos. La exhaustividad del fenotipado dependerá de la disponibilidad y precisión de los biomarcadores que nos hagan llegar al diagnóstico molecular, pero, de nuevo, es previsible que cada vez sea menos necesaria la exhaustividad clínica y que la semiología pueda llegar a ser prescindible. En aquellos casos donde el diagnóstico molecular sea inaccesible (por precio o complejidad) o no esté disponible, seguirán siendo importantes las pruebas complementarias de amplio espectro que permitan orientar mejor los siguientes pasos hasta que se llegue al nivel diagnóstico fisiopatológicamente más preciso que se pueda.
En esta nueva taxonomía, el objetivo sería que los algoritmos diagnósticos, actualmente basados en la trayectoria histórica de las descripciones de cada enfermedad, tuvieran una sistemática idéntica, sea cual sea la enfermedad. Entre otras ventajas, la nueva taxonomía facilitaría la automatización del proceso diagnóstico y la identificación de lagunas de conocimiento. Esta sistemática, complementada, si fuera necesario, con el enriquecimiento de cada rama del árbol taxonómico mediante la recogida sistematizada de detalles clínicos (vía códigos del Human Phenotype Ontolology o similar) y la clasificación de cada paciente con base en su nivel en la ramificación, facilitarían la asignación de variantes genéticas, autoanticuerpos, patrones moleculares u otros biomarcadores a cada nivel taxonómico.
CONCLUSIONES
La nomenclatura y clasificación de los síndromes y enfermedades está fuertemente condicionada por la trayectoria histórica de la enfermedad, las tecnologías diagnósticas disponibles en cada campo y época histórica, el conocimiento fundamental de las enfermedades, el elevado esfuerzo necesario para sustituir las inercias existentes en cada campo y por las implicaciones a múltiples niveles (organizativos, asistenciales, regulatorios, investigadores, etc.) que tendría sobre el sistema el cambio radical del paradigma. Sin embargo, la aparición de más y mejores biomarcadores, cada vez más próximos a los mecanismos fundamentales de enfermedad que, además, en algunos casos son útiles para la monitorización y la estratificación pronóstica de las enfermedades, junto al aumento de la variedad y la eficacia de las alternativas terapéuticas, así como de la necesidad de tratar cuanto antes enfermedades donde el daño establecido es irreversible, han hecho que los aspectos clínicos, hasta ahora fundamentales para el ejercicio de la Medicina en general y de la Neurología en particular, pasen a un segundo plano o empiecen a no ser considerados imprescindibles para el diagnóstico de las enfermedades neurológicas.
Saber reconocer al hacer investigación fundamental que los resultados obtenidos estarán fuertemente condicionados por un paradigma donde la clasificación de los pacientes sea exclusiva o predominantemente clínica, no quiere decir que la clínica vaya a ser completamente sustituida por las tecnologías diagnósticas. Sin embargo, de la misma manera que las nodopatías autoinmunes ya no son CIDP, el objetivo de los investigadores y profesionales dedicados al estudio de un determinado síndrome o enfermedad deberá ser el de deconstruir molecularmente todas aquellas enfermedades que aún son diagnosticadas con base en criterios clínicos.
FINANCIAMIENTO
Este artículo no ha requerido financiación alguna.
CONFLICTO DE INTERESES
LQ ha recibido fondos de investigación del Instituto de Salud Carlos III – Ministerio de Sanidad (España), CIBERER, GBS-CIDP Foundation International, Fundació la Marató de TV3, UCB y Grifols.
LQ ha proporcionado asesoría como experto a CSL Behring, Novartis, Sanofi-Genzyme, Merck, Annexon, Alnylam, Biogen, Janssen, Lundbeck, ArgenX, UCB, LFB, Avilar Therapeutics, Octapharma and Roche
LQ es investigador principal del ensayo CIDP01/CIDP04 de UCB y es miembro del comité asesor de los ensayos clínicos de Sanofi Genzyme en CIDP.